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Optimismo individual y aprendizaje colectivo en la pandemia del coronavirus

La inextinta pandemia del coronavirus que para la fecha en la que escribo estas líneas ha cobrado cerca de 4.2 millones vidas en el mundo y más de 121 mil vidas en Colombia, llegó al mejor estilo de un castigo bíblico para recordarnos la fragilidad de nuestra especie y las limitaciones de su racionalidad tecnológica, que en algún momento olvidamos y cuyas ausencias, llenando de otro sentido las palabras de Harari; nos habían permitido mantener el espejismo de haber pasado de animales a dioses, y afianzar la errada idea de invulnerabilidad y progreso ilimitado de la civilización humana.

Tanto dolor experimentado en cuerpo propio o de allegados, no solo ha permitido acrecentar la consciencia sobre una condición humana frágil, interdependiente y si se quiere, efímera; también llenó de rituales, en apariencia simples, nuestras vidas y cambió de manera sustancial la forma en la que nos aproximamos para cuidarnos de otros y a otros, en las mismas proporciones. 

El miedo generalizado que en algún momento llenó de pánico nuestras visiones de futuro, reduciéndolas a escenarios apocalípticos soñados en la seguridad del hogar, ha dado paso a la valentía que solo la ignorancia otorga, en medio de un contexto de necesidad que reclama para sí el derecho de uso sobre personas para los fines de un sistema (sea cual sea), y el bien mayor que representa su existencia. 

Como si no quisiéramos dejar de recordar a Pangloss (un Leibniz caricaturizado por Voltaire en Cándido o el optimismo) y sus premisas de que "nuestro mundo es el mejor de los mundos posibles" y "no existe efecto sin causa", el optimismo individual aflora como un remedio que mantiene la cordura y que en la dosis correcta (la sobredosis), permite avanzar con esperanza en medio de la incertidumbre por más oscura que sea la noche; embriagando a la sociedad con un cóctel que mezcla a cántaros, la ignorancia vigorizante con un posibilismo obstinado. 

La firme convicción en que el futuro estará compuesto de mejores tiempos, orienta nuestras acciones a nivel individual. La necesidad de salir del túnel que hace año y medio llegó a parecernos ciego, se convierte en una fuerza vital que impulsa, una esperanza inagotable que nutre de sentido futuro la voluntad del presente, evitando que se extinga con los hechos, por más estériles que parezcan.

El optimismo, como mecanismo (evolutivo quizá) parece operar aplicando un olvido selectivo o una indiferencia transcendente (no por su motivación sino por su impacto), que banaliza la amenaza y nos permite retomar la vida de una manera casi irreflexiva, despojándonos de temores y permitiéndonos el bienestar individual en medio de un contexto amable compuesto de seres conocidos, objetos que nos pertenecen y una sobrevalorada sensación de seguridad; en lo que podría ser un ejemplo de vuelta al huevo original, en la que corremos el riesgo de no aprender y al final perder como especie.

Las lecciones que la historia nos ofrece en este azar del destino (un virus improbable y de origen desconocido), son de un valor incalculable como preludio para enfrentar males mayores, en el que el cambio climático es un ejemplo. El dolor del que queremos alejarnos con tanto ahínco, no es del todo malo y nos enseña a valorar no solo lo simple y que de verdad importa a nivel individual, entre lo que se encuentra: la noción de nuestra fragilidad, la posibilidad de convivir con otros, la libertad para desplazarnos para conocer otros contextos, y el uso del tiempo de manera consciente; sino que nos invita como sociedad a revalorar conceptos como la productividad, el ocio, la corresponsabilidad y el propósito de la relación con el entorno.

El llamado, humanista si se quiere, es a evitar que el optimismo individual desbordado nos aleje del aprendizaje colectivo necesario. Si bien es claro que no podemos vivir con miedo y que el optimismo es positivo en la medida que nos permite superar el presente por más desesperanzador que nos parezca, vale la pena llevar con orgullo las huellas de la pandemia. Como colectivo humano, la necesidad de un museo a la memoria de la crisis desatada por la pandemia del coronavirus no debería ser una idea descartable.

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