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A propósito de la felicidad de la guerra

No deja de sorprender la singular actitud adoptada por un gran número de personas con respecto al acuerdo de paz y su implementación. Lejos de tomar este hecho como una realidad que bien o mal abre la puerta hacía una nueva dinámica argumentativa y la visibilización de las necesidades de regiones olvidadas; pasan de la indiferencia a la indignación manifestando un malestar creciente por unos beneficios concedidos a "agentes del terror" en lugar de un "merecido" sitio en el patíbulo.

Esta situación no es trivial y evidencia al menos dos cosas: el desconocimiento de la historia y la fragmentación profunda en un país con identidad inmadura y maleable. La negación (por aceptación o falta de información) de las causas del conflicto que derivaron en una confrontación bárbara y vergonzosa de la que ningún bando sale bien librado; y el desinterés por la suerte de otros que ocupan lugares geográficos distantes (no lo están tanto) constreñidos por la violencia, son prueba de ello.

Estanislao Zuleta, en Sobre la guerra, presenta el concepto de felicidad de la guerra, como ese aspecto inconfesable y decisivo que alienta la confrontación, el regocijo que obtiene un individuo de su disolución en una comunidad unida, en la que encuentra una aprobación sin sombras ni dudas que confronta al perverso enemigo, fuente de todas las diferencias, problemas y conflictos. Un sentimiento de satisfacción colectiva que surge de la atribución de la única razón y el más grande honor.

Este éxtasis, al que Zuleta llamaría también borrachera colectiva, sumado a la miopía acomodada que líderes de opinión de todos los frentes (a los que llamamos políticos) generalizan, ha terminado por coptar el discurso y reducir a su mínima expresión la posibilidad de debate; llevando a pensar que la guerra con sus muertos y sus costos son un precio bajo por mantenerlos lejos del fantasma del socialismo, en un claro reencauche macartista, o que la más mínima y legitima oposición es una afrenta a la paz y evidencia de una naturaleza beligerante.

Más allá de si se está de acuerdo con las condiciones pactadas para la terminación de la guerra, en algunos casos menos laxas que las impuestas en procesos similares adelantados previamente. Vale la pena preguntarse por el país que queremos y el aporte que estamos dispuestos a realizar individualmente, sin caer en radicalismos ni relativismos, con la vista en el presente y en el futuro.

Pregunta y acciones revestidas de importancia, que no deben quedar al vaivén del ánimo colectivo, y que exigen al menos un momento de reflexión seria. En este punto vale la pena recordar las palabras de Zuleta:
"Si alguien me objetara que el reconocimiento previo de los conflictos y las diferencias, de su inevitabilidad y su conveniencia, arriesgaría paralizar en nosotros la decisión y el entusiasmo en la lucha por una sociedad más justa, organizada y racional, yo le replicaría que para mí una sociedad mejor es una sociedad capaz de tener mejores conflictos. De reconocerlos y de contenerlos. De vivir no a pesar de ellos, sino productiva e inteligentemente en ellos. Que sólo un pueblo escéptico sobre la fiesta de la guerra, maduro para el conflicto, es un pueblo maduro para la paz".
El reconocimiento del valor del papel individual que desarrollamos en la construcción del país debe ser un imperativo, sea cual sea la posición que tomemos.

*Esta reflexión fue publicada originalmente el 21 de junio de 2017 en la sección de opinión de UdeA Noticias

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