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A propósito de la violencia en Colombia

Pese a que convulsionado parece ser el mejor adjetivo para describir a Colombia, no deja de extrañar la relevancia de los hechos que tan sólo en las primeras cuatro semanas del 2019 se han presentado en el país.

Denuncias de manipulación y abuso por parte de altos funcionarios del Estado de procesos judiciales en su contra, atentados terroristas, la ruptura del proceso de paz de la Habana, la confirmación de una descarada acción de censura y las amenazas contra la vida de miembros de la comunidad universitaria; se suman a la ya incontenida masacre de líderes sociales, exponiendo la naturaleza compulsiva de una sociedad inmadura y precaria.

Lejos de ser la ultima ratio en el ideario colectivo, la violencia en Colombia constituye el camino fácil y directo a la consecución de los fines, sea cual sea su esencia. Desgasta el diálogo y por tanto se evita; molesta la diferencia y por eso se extirpa; el más tímido desacuerdo se toma como un desafío directo al estado de cosas; y cualquier atisbo de argumentación por ligeramente elaborada que sea, se analiza con aguda desconfianza, macartizando el más mínimo y deseable uso de ciudadanía con criterio.

En los hogares, instituciones educativas y empresas, el miedo y sus "instituciones" han hecho carrera; gracias al eco sustentado en los rezagos de una cultura servil y de privilegios concentrados, heredada de un pasado colonial lleno de abusos y reprimendas; en donde el despojo, la ignorancia y la certeza de la fe; no alcanzaron a coexistir con la iniciativa individual, las oportunidades económicas y los derechos políticos; por lo que las aspiraciones legítimas de tener una sociedad de iguales en estos aspectos, asustan, y como no, asquean.

Risas burlonas en el congreso y alusiones a la necesidad de no morder la mano de quien alimenta para justificar la censura, no son más que manifestaciones de las ideas, de que la violencia lo soluciona todo y el privilegio autoriza a actuar sin límite moral; cuya máxima expresión se encuentra en ataques terroristas que destruyen vidas.

Y como si estos hechos no fueran ya, suficientes males, la más fría indiferencia permite que vivamos la contradicción, lejos del hastío y la responsabilidad, en la miopía de la vida diaria. 

Preocupan en extremo, actos como las recientes amenazas mediante carteles y panfletos, a miembros de la comunidad universitaria, y el ya esperado desinterés que suscitan. Sorprende, además, la justificación que encuentran este tipo de acciones en la ignorancia colectiva, que se complace con las respuestas simples y expeditas, ofrecidas por estereotipos sociales y el desprecio por la historia. Vale la pena recordar que, en este país, la vida de todos es un derecho, y que así a algunos no les guste, debe respetarse sobre todas las cosas.

En mi opinión, a pesar de que las cosas parecen no andar muy bien, no queda otra opción razonable más allá que adoptar el optimismo por la vida, el comportamiento ético y el rechazo rotundo a aplastar al otro, como respuesta acertada a los desafíos personales, sociales y morales que enfrentamos día a día; como individuos y miembros de una comunidad; por el hecho de existir, pensar y actuar.

*Esta reflexión fue publicada originalmente el 29 de enero de 2019 en la sección de opinión de UdeA Noticias

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