Índice departamental de competitividad: ¿comparar o comprender a las regiones?
Recientemente se
publicó el Índice Departamental de Competitividad (IDC), un esfuerzo por medir
y comparar las capacidades de los 32 departamentos de Colombia y Bogotá para
crear y mantener actividades económicas que mejoren las condiciones de vida de
sus habitantes, construyendo, atrayendo y reteniendo inversión y talento, y
utilizando sus potencialidades para generar beneficios sostenibles a largo
plazo. El informe, elaborado por el Consejo Privado de Competitividad y la
Universidad del Rosario, adapta al país la metodología del Índice Global de
Competitividad del Foro Económico Mundial y ofrece una fotografía actualizada
con base en indicadores de fuentes oficiales.
La versión 2025
incluye 98 indicadores “duros” agrupados en 13 pilares y 4 factores. Su
fortaleza radica en la comparabilidad, pero también tiene limitaciones: tiende
a premiar capacidades propias de economías urbanas e industriales. A pesar de
que el mismo informe reconoce que Colombia es un país de regiones diversas y
heterogéneas y que “no existe una fórmula
única que pueda replicarse en todos los departamentos”, el IDC promedia de
forma simple los 13 pilares para obtener un puntaje general en una escala de 1
a 10, asumiendo igual relevancia en todos los territorios. Es una decisión
metodológica que, al no ponderar vocaciones diferenciadas —conservación en la
Amazonía o industria en Antioquia, por ejemplo—, termina homogeneizando
realidades disímiles.
Así como no tiene
sentido comparar a un pez y a un mono por su capacidad para subir un árbol,
parece no tener sentido comparar a departamentos como Antioquia y el Amazonas
por su capacidad para desarrollar actividades de producción industrial o su
capacidad para proveer servicios ecosistémicos globales. Medir sin considerar
la vocación territorial, no solo podría tratarse de un descuido metodológico,
sino que, sin querer, contribuye a crear o perpetuar narrativas erradas sobre
el desarrollo y las poblaciones que ocupan estos territorios.
En el ranking general
Bogotá (8,13), Antioquia (6,82) y Valle (6,30) ocupan los primeros lugares,
mientras que en el extremo opuesto están Amazonas (3,43), Vaupés (3,29),
Guainía (2,93) y Vichada (2,52). Este rezago amazónico es estructural dentro de
la lógica del índice, pero no necesariamente un “fracaso” frente a su verdadera
vocación. De hecho, la región muestra fortalezas en pilares como Instituciones,
Sostenibilidad Ambiental, Salud y Mercado Laboral, lo que confirma la
existencia de ventajas comparativas distintas a las de una economía
industrializada.
A nivel regional, la
Amazonía registra los promedios más bajos en 9 de 13 pilares. Sus principales
retos están en TIC, innovación, educación superior, formación para el trabajo,
sistema financiero, tamaño de mercado y sofisticación/diversificación (con promedios
por debajo de 3/10). Esto evidencia que la “vara” del índice privilegia
funciones propias de economías densas y diversificadas, dejando de lado el
reconocimiento de las diferencias en las vocaciones territoriales.
Aunque el IDC
contempla un pilar de Sostenibilidad Ambiental, este representa apenas 1 de los
13 considerados, lo que le otorga un peso marginal frente a los pilares
productivo-industriales. Además, los indicadores elegidos —deforestación,
eficiencia energética e hídrica, negocios y empleos verdes— miden más bien
eficiencia y estructura productiva “verde”, y no la magnitud absoluta de la
función ecosistémica. Así, la mayoría de los departamentos amazónicos, cuyo
mayor aporte radica en regular el clima global, capturar carbono y albergar
biodiversidad única, quedan en posiciones medias o bajas en la calificación de
este pilar. De este modo, territorios con baja población o menor formalización
económica terminan subvalorados, aunque su aporte estratégico sea vital.
Adicionalmente, el IDC
muestra correlación positiva entre puntajes y el tamaño de la economía —medido
en PIB—, así como relación con reducciones en pobreza y mejoras en satisfacción
con la vida. Dicho de otra manera: el índice se mueve con la escala y densidad
económica, lo que inevitablemente favorece a departamentos grandes y
diversificados. Esto no lo invalida, pero sí alerta sobre el riesgo de
extrapolarlo para juzgar territorios cuya función nacional y global es
ecosistémica más que industrial.
En todo caso, contar
con un instrumento como el IDC es valioso en un país donde acceder e
interpretar datos sigue siendo complejo. El reto está en evolucionar su
metodología: incorporar el enfoque de vocaciones territoriales y pasar de la
pregunta “¿quién sube mejor al árbol?” a “¿qué aporta mejor cada territorio en
su función?”. Antioquia en innovación y clústeres; Bogotá en entorno para los
negocios, la Amazonía en regulación climática y biodiversidad; y otras regiones
en sus propios diferenciales. En lugar de llegar a un ranking único como resultado
final, se puede pensar en resultados o rankings vocacionales (industrial,
rural, ambiental, cultural) lo que permitiría valorar mejor el aporte,
capacidades y necesidades de cada región para su desarrollo.
Finalmente, el reto es diseñar indicadores que reconozcan esas diferencias sin forzar a los departamentos y sus poblaciones a una carrera que no les corresponde; y que nos permitan encontrar las brechas y oportunidades con mayor impacto para diseñar y ejecutar mejores políticas de desarrollo. Porque, al final, medir también es contar historias. Y las historias que contamos sobre nuestros territorios terminan moldeando la manera en que los vemos, los gobernamos y los habitamos.